Si hoy te digo “salsa de pescado fermentado”, quizá arrugues la nariz. Pero si te digo “umami puro, oro líquido romano, un producto que movía barcos, impuestos y egos imperiales”… la cosa cambia. Eso fue el garum: una salsa líquida y salada, intensísima, nacida de fermentar pescado con sal al sol y filtrarlo hasta obtener un licor ámbar capaz de “arreglar” cualquier guiso, verdura o carne —el “kétchup/soja” del Mediterráneo clásico, salvando todas las distancias. La comparativa es útil para entender su función culinaria (potenciar sabores), no su receta exacta, que fue un mundo en sí mismo. National Geographic
Para orientarnos bien desde el principio, conviene separar tres planos:
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Qué era el garum (y sus “primos” liquamen, muria, etc.).
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Cómo y dónde se producía (factorías, ánforas, etiquetas comerciales).
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Por qué fue tan valioso (precio, marcas, prestigio, comercio a larga distancia).
Qué entendían los antiguos por “garum”
Las fuentes literarias y la arqueología no siempre hablan con una sola voz. Plinio el Viejo menciona el garum en su Historia Natural (libro 31) y lo vincula con la sal como gran vector del sabor romano; además, elogia calidades concretas, como el célebre garum sociorum de Carthago Nova (Cartagena), considerado un producto “de lujo”. Estas alusiones son clave, aunque la transmisión manuscrita y los pasajes discutidos obligan a matizar cada cita con cuidado. Aun así, Plinio es un pilar para entender la fama y el precio astronómico de ciertas partidas de garum fino. Loeb Classics+1
En la terminología, verás a menudo garum y liquamen usados casi como sinónimos. La discusión académica lleva décadas: hay quien sostiene que garum sería, en origen, el extracto “noble” obtenido tras filtrar vísceras y sangre, mientras que liquamen designaría una salsa análoga hecha con pescado entero; otros piensan que el uso fue variable por época y género textual (literatura culta vs. recetarios técnicos), e incluso por región. No hay consenso absoluto, y así lo señalan los estudios de referencia (Curtis; debates terminológicos recientes). Lo seguro es que ambas fueron salsas de pescado fermentado muy presentes en la cocina romana, con mezclas derivadas como oenogarum (garum + vino) u oxygarum (garum + vinagre). Cuando la fuente es ambigua, lo indicaremos como tal. ResearchGate+2selodemar.com+2
¿Cómo sabía? La comparación moderna más cercana es la salsa de pescado del sudeste asiático: salada, profunda, “sabrosa” en sentido umami, capaz de transformar platos sencillos. Es una analogía funcional, no una equivalencia histórica: las materias primas mediterráneas (boquerón, sarda, caballa, atún) y las condiciones de producción (salazón litoral, tinajas abiertas al sol) le daban un perfil propio. Análisis modernos de residuos confirman perfiles de aminoácidos libres, con alto glutamato responsable de esa pegada umami. National Geographic+1
Un proceso simple, una industria compleja
La receta base —en sus variantes— parece “sencilla”: capas de pescado/visceras + capas de sal, sol, tiempo y filtrado. Pero convertir eso en un sector industrial con factorías costeras, mercados y “marcas” fue un logro logístico de primera. Sitios como Baelo Claudia (Bolonia, Tarifa) conservan baterías de piletas donde se salaban pescados y se fermentaban salsas. La arqueología de Baelo y Pompeya (entre otros) muestra dolia (grandes vasijas) y piletas alineadas, evidencia de producción a escala, y restos que apuntan a una actividad sostenida durante siglos. El País+1
La circulación del garum se documenta en ánforas cuyos “rótulos” pintados (tituli picti) indicaban origen, tipo de producto y a veces calidad. Gracias a esos rótulos y a hallazgos en puertos, pecios y ciudades, sabemos que el garum viajó por todo el Mediterráneo, desde Hispania hasta el Levante. Hallazgos como el ánfora de Masada asociada a Herodes ilustran la presencia del producto en contextos de elite oriental. No estamos ante una salsita local: fue comercio a larga distancia, con calidades diferenciadas y precios muy variables. Wikipedia+1
¿Por qué fue tan valioso?
Aquí confluyen gusto, nutrición, medicina y estatus. Autores y las propias listas de precios del Bajo Imperio (como el Edicto de Precios de Diocleciano) sugieren que ciertas salsas de pescado podían alcanzar precios altos; Plinio, por su parte, subraya la excepcionalidad de partidas “premium” como el garum sociorum de Carthago Nova —un nombre que, por sí solo, funcionaba como marca de prestigio. La investigación moderna (Curtis, Bernal-Casasola y otros) encaja bien con lo que la arqueología revela en factorías hispanas y rutas comerciales. Eso sí: cuantificar con exactitud cuánto costaba cada variedad es difícil; los números transmitidos requieren contexto y cautela (unidades, fecha, copia manuscrita). Lo metodológicamente honesto es hablar de “producto de gama alta” en determinados casos y explicar por qué.
Si cerramos los ojos e imaginamos el litoral hispano durante el siglo I d.C., lo que aparecería ante nosotros sería un paisaje de fábricas costeras: piletas alineadas, olor a sal y pescado, ánforas secándose al sol, y un ir y venir de mulas, esclavos y comerciantes. Esa es la verdadera imagen del garum: no una curiosidad gastronómica, sino un motor económico que articuló buena parte de la costa mediterránea occidental.
Las materias primas: el Mediterráneo como despensa
El mar fue la cantera. Las especies más citadas son caballa, atún, sardina, boquerón, jurel y morena, aunque las factorías se adaptaban a lo que ofrecía la temporada. Los estudios de residuos hallados en las piletas de Baelo Claudia, Carteia, Lixus o Troia (Portugal) muestran concentraciones de colágeno y aceites compatibles con peces azules ricos en grasa, los más adecuados para una fermentación rápida y estable.
Lo que hoy llamaríamos “desperdicio” —vísceras, cabezas, sangre— era el núcleo del proceso. Esa elección no respondía solo a la economía, sino a la química de la fermentación: las vísceras contienen enzimas proteolíticas que descomponen los tejidos y liberan aminoácidos libres. Con suficiente sal, temperatura controlada y tiempo, la mezcla se licuaba por sí sola sin pudrirse. Lo que para nosotros sería un “cóctel de horrores”, para los romanos era pura alquimia marina.
El método de elaboración, paso a paso
El proceso aparece esbozado en el “De re coquinaria” de Apicio, aunque este texto es posterior y recoge variantes domésticas. Las factorías, sin embargo, funcionaban a otra escala. En las piletas de piedra o cemento hidráulico (opus signinum), se colocaban capas alternas de pescado y sal (en proporción aproximada de 3:1). A veces se añadían hierbas como el eneldo, tomillo o menta, y vino, vinagre o mosto para ajustar el pH o aromatizar.
El conjunto se dejaba fermentar entre 20 y 60 días al sol. En ese tiempo, el calor y las enzimas del propio pescado hacían su trabajo. No era una putrefacción, sino una autolisis controlada. Cuando la mezcla alcanzaba una textura semilíquida, se colaba a través de cestas o paños finos, y el líquido resultante —el auténtico garum— se recogía en vasijas limpias. El residuo sólido (pasta de espinas y piel) se llamaba allec y se vendía a precio mucho menor para la plebe o el ejército.
La pureza del líquido marcaba la diferencia de precio: cuanto más claro, más caro. En algunos casos se filtraba varias veces. A los lotes más nobles se les añadía vino o especias, naciendo así derivados como el oenogarum o el oxygarum.
Factorías hispanas: los laboratorios del sabor
La costa sur de Hispania —especialmente la Bética y la Cartaginense— fue la mayor exportadora del Imperio. Sitios como Baelo Claudia, Carteia, Sexi (Almuñécar) o Carthago Nova concentraron industrias que combinaban salazones de pescado (tonina, sarda, melva) y producción de garum. Las piletas que aún se conservan miden entre 1 y 2 m de profundidad, revestidas de opus signinum para evitar fugas de salmuera.
En Baelo, por ejemplo, se han identificado más de 60 piletas solo en la zona occidental, con canales que permitían regular el nivel del líquido. En el puerto de Cartagena, las excavaciones del Molinete y la calle Honda han sacado a la luz talleres dedicados al garum de gama alta. La inscripción “Garum sociorum”, hallada en ánforas distribuidas por todo el Mediterráneo, confirma que ese producto local se convirtió en marca de prestigio, quizá asociada a una compañía de comerciantes aliada o a un gremio autorizado por Roma.
En el otro extremo del Imperio, los depósitos hallados en Pompeya revelan que también existía una producción doméstica o urbana más pequeña. Algunas tabernae incluso vendían garum directamente en el mostrador, como hoy un colmado de barrio vende salsa de soja o vinagre.
Las ánforas: etiquetas del mundo antiguo
El garum viajaba en ánforas selladas con tapones de corcho y yeso, rotuladas con pintura roja o negra indicando el contenido, el productor y el destino. Esos textos —los tituli picti— son una mina de información. Aparecen nombres como Aulus Umbricius Scaurus, célebre comerciante de Pompeya, cuyos envases se han encontrado tan lejos como el Rin. En ellos podía leerse:
G(ari) flos Scauri ex officina Scauri — “Flor del garum de Scaurus, de su taller”.
Ese “flos” equivaldría a nuestro “reserva” o “gran selección”. El marketing, al fin y al cabo, no lo inventó la modernidad.
Debate académico y certezas actuales
A pesar de los avances arqueológicos, no todos los aspectos están cerrados. Existen discrepancias sobre la cronología exacta del proceso industrial: algunos autores sitúan el auge del garum entre los siglos I a.C. y II d.C., mientras que otros amplían su producción hasta el siglo IV. También hay debate sobre el grado de control estatal: ¿fueron industrias privadas bajo supervisión fiscal, o existió un monopolio imperial? La evidencia apunta a modelos mixtos, con talleres gestionados por libertos, sociedades mercantiles y familias locales vinculadas al ejército o a las elites municipales.
Lo que sí está fuera de duda es que el garum fue una de las primeras industrias agroalimentarias globalizadas, dependiente de una cadena de valor completa: pesca, salinas, transporte, cerámica y comercio marítimo. En cada ánfora de garum viajaban no solo proteínas y sabor, sino también impuestos, contratos y cultura material.
Cuando pensamos en Roma solemos imaginar mármol, columnas, legionarios o filósofos. Pero el olor de Roma —si pudiéramos olerla— sería el del garum. No había cocina, taberna, mansión o campamento que no lo tuviera. Era el condimento esencial, tan común como la sal o el aceite. Su huella aparece en las cartas de comerciantes, los recetarios, las casas excavadas y hasta en los vertederos. Desde las mesas de los patricios hasta los puestos callejeros, el garum estaba en todas partes.
El comercio del sabor: de Hispania al mundo romano
Las ánforas de garum viajaban por mar, cabotando desde las factorías hispanas o norteafricanas hasta los grandes puertos de Ostia, Puteoli, Marsella o Alejandría. La ruta más rentable partía del sur de la península ibérica —Baetica y Cartaginense— y seguía la costa levantina hasta Italia. Desde ahí, los cargamentos se distribuían por el Tíber y el Po, alcanzando incluso la Galia y Germania.
La arqueología subacuática ha confirmado esta red comercial: en pecios hundidos frente a Cataluña, Sicilia o el mar Egeo se han encontrado ánforas Dressel 7–11, el tipo más habitual para el transporte de garum y salazones. Esas formas cerámicas permiten trazar rutas y cronologías, demostrando que la península ibérica fue el principal proveedor del Imperio durante los siglos I y II d.C.
En Cartagena, la etiqueta “Garum sociorum” —literalmente, “garum de los aliados”— sugiere una marca colectiva o una sociedad comercial. En Pompeya, los envases firmados por Aulus Umbricius Scaurus muestran que algunos empresarios lograron fama internacional, hasta el punto de que su casa estaba decorada con un mosaico representando ánforas con su sello. Era una especie de publicidad mural, la precursora de nuestras campañas de marketing.
Los puertos romanos funcionaban como nudos logísticos. El garum se almacenaba en horrea (almacenes) y desde allí se vendía al por mayor o se fraccionaba para el mercado minorista. También se usaba como mercancía de intercambio o forma de pago en contratos navales. Su elevado valor en proporción al peso lo convertía en un bien ideal para el comercio a larga distancia: fácil de transportar, no perecedero y muy rentable.
Una salsa para todos… pero no la misma para todos
El garum era omnipresente, pero su calidad variaba según el poder adquisitivo del consumidor. En las casas humildes y las legiones se usaba el allec, el residuo sólido resultante de la primera filtración. Era más denso, menos aromático y, por supuesto, más barato. En las mansiones aristocráticas, en cambio, se reservaban los flos gari, los “flores del garum”, líquidos transparentes y suaves, embotellados con sumo cuidado.
En el banquete romano —el convivium—, el garum se mezclaba con miel, vinagre o vino para crear salsas. El oenogarum acompañaba carnes y aves; el oxygarum, pescados; y el meligarum, dulces y frutas. El De re coquinaria de Apicio lo cita en más de 200 recetas, lo que da idea de su versatilidad.
Incluso los panaderos y confiteros lo usaban, diluido y mezclado con especias, para resaltar sabores salados. No era una extravagancia: el gusto romano estaba acostumbrado a contrastes fuertes, donde lo dulce, lo ácido y lo salado se combinaban en el mismo plato.
Garum y salud: medicina, superstición y química
El garum no era solo alimento. En la mentalidad romana, lo que alimenta también cura. Por eso aparece citado en textos médicos como los de Galeno, Celso o Dioscórides, quienes le atribuían propiedades digestivas, cicatrizantes y hasta afrodisíacas. Mezclado con miel o vinagre, se aplicaba sobre heridas y úlceras. También se usaba como colirio o remedio para el acné, lo que hoy nos parecería de dudosa eficacia (y olor).
En papiros egipcios de época romana aparecen fórmulas donde el garum se mezcla con aceite para tratar dolores musculares, como si fuera una especie de linimento. En parte, tenía sentido: su contenido en aminoácidos, sal y minerales podía ejercer un efecto osmótico o estimulante. Lo que no está claro —y aquí los historiadores son prudentes— es cuánto había de medicina y cuánto de creencia popular.
Entre el lujo y el hedor
Hay una paradoja fascinante en el garum: olía mal pero sabía bien. Plinio y Séneca se burlan del “perfume nauseabundo” de las fábricas, situadas siempre fuera de las murallas, y sin embargo las damas más ricas lo consumían a diario. El olor del garum era tan característico que los romanos lo asociaban a las ciudades portuarias. En Pompeya, las tiendas de garum estaban al aire libre, y en la costa de Cádiz, los vientos podían arrastrar su aroma kilómetros tierra adentro.
Aun así, en la mesa el resultado era otro: un líquido dorado, brillante y sedoso, que daba profundidad a los alimentos. Los arqueólogos químicos que han replicado garum siguiendo recetas antiguas describen un sabor parecido a una mezcla de anchoas, miso y salsa de soja. Es lo que hoy llamaríamos “sabroso” o “umami”.
Un motor económico invisible
Las factorías de garum eran grandes empleadoras: necesitaban pescadores, salineros, ceramistas, transportistas, contables, esclavos y libertos especializados. En algunas ciudades costeras, el garum fue literalmente la razón de su existencia. Cuando la pesca disminuyó o las rutas comerciales cambiaron, esas urbes decayeron.
En términos modernos, podríamos decir que el garum fue un cluster industrial romano, una cadena de producción coordinada que transformó recursos naturales en riqueza y cultura. A través de sus ánforas viajaban no solo mercancías, sino también técnicas, recetas y palabras. El mismo vocablo “garum” sobrevivió siglos: en la Edad Media, derivó en salsas como el garos bizantino o el garum napolitano, y aún hoy pervive en el nuoc-mâm vietnamita, heredero indirecto de aquel principio fermentativo.
La herencia líquida
El garum fue, sin proponérselo, una precursora de la biotecnología alimentaria: usaba microorganismos y enzimas naturales para conservar proteínas sin frío ni humo. Su eficiencia inspiró a las industrias posteriores de salazón, curado y fermentación. En cierto modo, sin garum no habría habido anchoas en sal, ni salsas de pescado asiáticas, ni el gusto moderno por lo umami.
Y también fue un símbolo social: un frasco de flos gari en la alacena decía mucho del rango de su propietario. Lo que para el pueblo era condimento, para la elite era estatus.
El ocaso del oro líquido romano
Nada dura eternamente, ni siquiera el olor de Roma. El garum, que durante siglos viajó en ánforas por el Mediterráneo, empezó a perder protagonismo hacia el siglo IV d.C. Las causas fueron múltiples y se entrelazaron como redes de pesca viejas:
– el declive del comercio marítimo tras las invasiones y la inseguridad de las rutas;
– la crisis económica y demográfica del Imperio;
– la pérdida de mano de obra esclava que hacía posible la producción masiva;
– y el cambio en los gustos culinarios conforme el mundo romano se cristianizaba y el lujo ostentoso comenzó a verse con recelo.
Las factorías costeras fueron abandonándose poco a poco. En Baelo Claudia, los estratos arqueológicos muestran que las piletas se reutilizaron como depósitos de agua o basureros; en Cartagena, algunas se reconvirtieron en viviendas. A finales del siglo V, la producción industrial de garum prácticamente había desaparecido.
Sin embargo, la idea de fermentar pescado con sal no murió. En el Mediterráneo oriental siguió elaborándose una salsa similar llamada garos o liquamen bizantino, mencionada en textos de los siglos VI y VII. En las costas andalusíes, ciertos preparados de pescado salado y especiado podrían haber mantenido viva la tradición, aunque sin continuidad directa comprobada.
El declive del garum no fue un fracaso, sino una transformación cultural. Lo que cambió fue el contexto: de un imperio centralizado y marítimo se pasó a un mosaico de reinos locales con economías terrestres y gustos diferentes. El garum era el sabor de un mundo que ya no existía.
La huella en la península ibérica
Curiosamente, el territorio que más garum exportó fue también el que más tiempo conservó su memoria. En las costas de Andalucía, Murcia y el Algarve, las salinas y las ruinas de factorías romanas permanecieron visibles durante siglos. Los pescadores medievales aún encontraban ánforas, piletas y mosaicos, sin saber exactamente para qué sirvieron.
Algunas tradiciones gastronómicas del sur peninsular —como las salazones de atún y melva, o los escabeches de pescado— son herederas indirectas de aquella cultura de la conservación marina. No son garum, pero conservan su espíritu: aprovechar la abundancia del mar, prolongar su vida y concentrar su sabor.
Incluso el nombre pervivió en textos eruditos. En manuscritos renacentistas se menciona “garum hispanum” como curiosidad antigua, y en los siglos XVI y XVII algunos alquimistas y boticarios intentaron reproducirlo como remedio médico, más que como alimento.
El renacimiento del garum en la arqueología moderna
Durante mucho tiempo, los historiadores sabían del garum solo por las fuentes literarias. Todo cambió en el siglo XIX, cuando se excavaron Pompeya y Herculano. En los mostradores de las tabernas aparecieron ánforas selladas, algunas con restos solidificados de la salsa. El hallazgo confirmó que el garum no era una leyenda, sino un producto real y cotidiano.
El siglo XX aportó el resto de las piezas: excavaciones sistemáticas en Baelo Claudia, Gades, Lixus, Troia, Carteia y Cartagena, acompañadas de análisis químicos de los residuos. Gracias a técnicas como la cromatografía de gases y la espectrometría de masas, los investigadores pudieron identificar marcadores proteicos y lípidos de pescado fermentado, así como residuos de sal marina y hierbas aromáticas.
Hoy sabemos que las factorías hispanas no solo fabricaban garum, sino una gama completa de derivados: liquamen, muria, hallec y salazones en aceite. Los estudios de álvaro Rodríguez y Darío Bernal-Casasola han revelado que Baelo Claudia llegó a exportar miles de ánforas anuales, y que existían talleres especializados en cada etapa del proceso: pescadores, salineros, ceramistas, transportistas y mercaderes.
En 2019, un equipo de la Universidad de Cádiz y el Instituto de Arqueología de Mérida consiguió recrear garum auténtico siguiendo la receta de Apicio, pero con condiciones controladas de laboratorio. El resultado, según quienes lo probaron, fue sorprendentemente agradable: “sabroso, salado, con notas de anchoa y un fondo dulce de fermentación”.
El garum contemporáneo
El renacimiento no se ha limitado a la arqueología. En los últimos años, algunos chefs de vanguardia —como Ferran Adrià, Ángel León o René Redzepi— han recuperado la idea del garum como condimento fermentado. Eso sí, con pescados frescos y procesos controlados por temperatura, más próximos a la ciencia culinaria que a las tinajas romanas.
Incluso existen versiones veganas inspiradas en el garum, elaboradas con algas, setas y miso, que recrean su carácter umami sin necesidad de productos animales. No pretenden ser una copia histórica, sino un homenaje al principio universal que lo hizo posible: transformar lo efímero en duradero mediante la fermentación y la sal.
Este diálogo entre pasado y presente revela que el garum era mucho más que una salsa: era una tecnología cultural. Roma no inventó la fermentación, pero la convirtió en industria y la exportó como símbolo de civilización.
Más allá del sabor: el garum como espejo del mundo romano
El garum nos enseña que una simple salsa puede contener la esencia de una época. En sus piletas se reflejan la organización social, la esclavitud, el comercio marítimo, la biotecnología primitiva y los gustos de un imperio. Detrás de su olor hay ciencia, economía y poder.
Cada ánfora era un microcosmos: barro moldeado por un alfarero africano, pescado capturado por marineros hispanos, sal extraída de las lagunas de Cádiz, vino añadido en Italia, y una inscripción en latín que viajaba hasta Siria o Britania. Todo el Mediterráneo estaba contenido en ese líquido ámbar.
El garum unía orillas, mezclaba culturas y definía lo que significaba ser romano. Era el sabor del imperio, un sabor que hoy podemos comprender gracias a la arqueología, la química y la paciencia de quienes siguen oliendo las piedras del pasado.
Y aunque las piletas estén vacías y las ánforas rotas, el garum sigue hablándonos. Nos recuerda que la historia está en los detalles cotidianos, en aquello que los romanos vertían sobre su pan y nosotros apenas recordamos. Que una civilización puede medirse también por cómo fermenta su pescado y por lo que considera digno de saborear.