En los grabados antiguos aparece altiva, con gorguera rígida, rostro fino y un parche negro cubriéndole el ojo derecho. Durante siglos bastó ese detalle para convertir a Ana de Mendoza y de la Cerda en caricatura: la “tuerta” caprichosa, intrigante, quizá adúltera, encerrada por un rey celoso. Pero cuando se levanta el telón de la Historia oficial y se mira de cerca, lo que aparece no es un personaje de folletín, sino una de las mujeres más peligrosas —y más silenciadas— del Siglo de Oro español.
Ana no fue solo “princesa de Éboli” por matrimonio. Fue heredera de títulos y señoríos propios, señora de territorios, pieza clave de alianzas entre grandes casas nobiliarias y, sobre todo, nodo de una red de información que tocaba directamente el corazón de Felipe II. Lo que sabía, a quién amó, a quién traicionó —o quién la traicionó a ella— sigue siendo hoy un campo minado de versiones, rumores y documentos parciales. Justo el territorio donde le gusta moverse a la Historia secuestrada.
Porque si algo parece claro es que, para el poder, Ana cometió un pecado imperdonable: conoció demasiados secretos de alcoba y de Consejo, y no estaba dispuesta a desaparecer dócilmente.
La niña que jugaba con la espada: el origen del parche
Cifuentes, Guadalajara, 1540. Nace Ana Hurtado de Mendoza y de la Cerda en el seno de una de las casas más poderosas de Castilla. Crece entre palacios, armas y libros; entre preceptores que le enseñan lo que una dama debe saber… y criados que le muestran lo que no debería ver. De su infancia apenas se conservan datos firmes, pero la leyenda llenó ese silencio con una escena que se ha contado una y otra vez.
Dicen que, siendo niña, insistió en aprender esgrima como los muchachos de la casa. Un florete, un juego, un error de cálculo. Un golpe en el ojo derecho que le deformó para siempre la mirada. Algunos biógrafos hablan de una caída, otros de un lance de armas con un paje o un caballero, pero la idea común es la misma: una niña que se sale del guion, que quiere manejar la espada y paga un precio altísimo por ello.
La medicina moderna ha sugerido otra posibilidad: una enfermedad degenerativa del ojo que lo dejó opaco, saliente y torcido, suficientemente desagradable a la vista como para que ella decidiera ocultarlo tras un parche para siempre.La ciencia, como suele, matiza la leyenda. Pero lo importante para nosotros no es tanto la causa como el resultado: el rostro de Ana quedó marcado por una diferencia visible, y ella convirtió esa marca en arma.
El parche no solo ocultaba una lesión; construía un personaje. Una mujer que entra en un salón con un ojo cubierto obliga a todo el mundo a preguntarse qué hay debajo. El misterio se convierte en escenario. Y Ana, desde muy joven, aprendió a usar la atención en su favor.
Esposa del hombre del rey: el aprendizaje del poder en la sombra
A los doce años la casan con Ruy Gómez de Silva, portugués, hombre de confianza de Felipe II y uno de los grandes artífices de la política palaciega. Él será príncipe de Éboli; ella, por matrimonio, princesa. Ese título, destinado en teoría a adornar su figura, se convertirá con el tiempo en su nombre de guerra.
El matrimonio la lleva al centro de la corte. A diferencia de muchas damas relegadas a la vida devota, Ana entra en un círculo donde cada gesto tiene consecuencias: audiencias, cartas, negociaciones, visitas de embajadores, rumores que vienen y van. Desde el silencio de una estancia lateral, escucha cómo se discute sobre guerras, matrimonios reales, herejías, bancarrotas y persecuciones. Aprende que el poder no consiste solo en mandar ejércitos, sino en saber quién dice qué, quién firma qué y quién se acuesta con quién.
Ruy Gómez pertenece a la facción “ebolista”, opuesta a la de los duques de Alba. Entre ambos bandos se reparten nombramientos, favores, castigos y lealtades. Ana presencia estas luchas desde un lugar privilegiado: esposa de un valido, amiga de reinas y damas, observadora permanente del comportamiento del rey. Cualquiera en su posición podría haberse limitado a disfrutar del lujo. Ella no. Ana se forja fama de carácter fuerte, de lengua afilada, de mujer que no se muerde la palabra ante nadie.
En esa época nace también su relación compleja con figuras religiosas como Teresa de Jesús: la princesa la protege al principio, pero sus exigencias, su afán de control y su temperamento chocan con el ideal de vida carmelitana. Terminan enfrentadas, cada una convencida de tener razón. Ese conflicto es revelador: Ana no tolera bien los límites, tampoco cuando vienen envueltos en santidad.
Felipe II y Ana: del parentesco cortesano al rumor de alcoba
En los documentos, Ana llama a Felipe II “primo”, como correspondía a su parentesco de rama alta de la nobleza. En la práctica, era mucho más: era la esposa del hombre más cercano al rey, una presencia habitual en los espacios íntimos de la corte, una mujer cuyo ingenio y belleza no pasaban desapercibidos. Testimonios de la época coinciden en que fue considerada una de las grandes bellezas de su tiempo, y que el parche, lejos de restarle, añadía un aire de fascinación peligrosa.
Aquí comienza a tejerse el rumor que nunca se ha podido demostrar, pero tampoco eliminar: Felipe II y la princesa de Éboli habrían sido amantes. Algunos historiadores subrayan que el rey, a pesar de su imagen de austeridad, tuvo una vida sexual mucho más intensa de lo que la propaganda quiso admitir, con una “debilidad” marcada por las damas de la corte. Otros niegan que haya pruebas sólidas. La documentación conservada es prudente, e incluso fría.
Pero la Historia secuestrada no vive solo de papeles; también de lo que los contemporáneos creyeron ver. Y hay un dato que da mucho juego: la dureza con la que Felipe II la trató después. Que un rey católico encierre de por vida a una dama de tan alta alcurnia, viuda de su hombre de confianza, madre de numerosos hijos, en su propio palacio, sin permitirle volver a la corte, ha sido interpretado por algunos como reacción desmedida de un gobernante herido en algo más que la política.
Si aceptamos la hipótesis del romance, el cuadro se vuelve más oscuro. Ana habría tenido información no solo de despacho, sino de dormitorio; secretos de alcoba, confesiones en voz baja, dudas, miedos, quizá culpas del propio rey. Que una mujer así acabe aliada con un secretario como Antonio Pérez, maestro en manejar papeles comprometedores, podría haber generado el cóctel perfecto para el pánico en lo alto.
No hay confesión jurada que lo certifique. Lo que sí hay es una cadena de decisiones extremadamente duras contra ella, en un contexto donde otras conspiradoras masculinas recibían castigos severos, sí, pero raras veces un encierro tan prolongado y teatral.
Viuda poderosa: herencias, conventos y el laberinto de Antonio Pérez
En 1573 muere Ruy Gómez de Silva. Ana tiene treinta y pocos años, varios hijos y un patrimonio considerable. Y de pronto deja de ser “la mujer de” para ser cabeza visible de la Casa de Pastrana, con obligaciones de gestión, defensa de intereses, negociación de dotes y pleitos con otros linajes.
En lugar de retirarse discretamente, se mueve. Se pelea con los administradores, con los religiosos, con todo aquel que intente disminuir su margen de maniobra. El famoso conflicto con las carmelitas descalzas y Teresa de Jesús, a cuenta de los conventos fundados en Pastrana, ilustra bien su carácter: Ana quiere monjas, pero a su manera; quiere conventos, pero dentro de su dominio. La santa, acostumbrada a lidiar con nobles, se topa ahí con un muro. Al final las frailes tienen que irse; la princesa gana… pero suma enemistades.
En esos años aparece la figura de Antonio Pérez, el secretario del rey. Pérez había trabajado estrechamente con Ruy Gómez y, tras su muerte, mantiene contacto con Ana. Rumores posteriores hablarán de romance, incluso de una relación casi familiar alimentada por chismes sobre la verdadera paternidad de Antonio. Lo probado es que entre ambos se crea una alianza de intereses. Él maneja la información que circula en palacio; ella aporta su posición social, su palacio como lugar de encuentros discretos y, tal vez, sus propios papeles.
El punto de no retorno llega con el asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan de Austria, en 1578. Lo matan a puñaladas en Madrid. Detrás del crimen se ve la mano de Antonio Pérez, obsesionado con controlar lo que Escobedo sabía de los proyectos de don Juan, y el consentimiento —más o menos explícito— del propio rey. El caso se convierte en un nudo de culpas compartidas.
Cuando la situación política cambia y Felipe II decide sacrificar a su secretario para salvar la imagen de la monarquía, la red alrededor de él se vuelve peligrosa. Ana está en el centro de esa red. De repente, lo que antes era cercanía al poder se convierte en cercanía al escándalo. Y esa es una vecindad letal.
El golpe del rey: arresto, traslados y la lenta fabricación de una prisión
El 28 de julio de 1579, por orden directa de Felipe II, detienen a la princesa de Éboli. Primero la encierran en el Torreón de Pinto, un lugar que hoy pasa desapercibido en la periferia de Madrid, pero que entonces representaba una cárcel elegante y humillante para alguien de su rango. Poco después la trasladan a la fortaleza de Santorcaz y, finalmente, a su propio palacio ducal de Pastrana, convertido de repente en prisión.
La operación está diseñada para borrar su presencia de la corte sin necesidad de un espectáculo sangriento. No hay proceso público con todas las letras; hay acusaciones de conspiración, de haber revelado secretos de Estado, de haber participado en la trama de Antonio Pérez. No todo se hace por escrito. Parte del castigo se ejecuta mediante instrucciones verbales a los custodios: limitar visitas, censurar correspondencia, impedir que su figura reaparezca en Madrid.
El caso de Antonio Pérez seguirá su propio camino de persecución y fuga. Él logrará huir a Aragón, luego a Francia, y se convertirá con el tiempo en símbolo del secretario traicionado por el rey. Ana no tendrá ese destino épico. Su castigo será más silencioso: vivir y morir entre paredes conocidas convertidas en muros hostiles.
La torre de Pastrana y el balcón de la hora
El palacio ducal de Pastrana, en Guadalajara, guarda todavía la huella física de ese encierro. Una de sus estancias da a la plaza que, desde entonces, se conoce como Plaza de la Hora. La leyenda cuenta que, en los últimos años de su vida, solo se le permitía asomarse una hora al día a un pequeño balcón enrejado para ver la luz del sol y el movimiento del pueblo.
La imagen es poderosa: una mujer que había dominado salones cortesanos reducida a contemplar durante sesenta minutos al día un trozo de cielo y de plaza. Un reloj vivo marcado por barrotes. Dicen que los vecinos se paraban a mirarla, que su figura se convirtió en espectáculo triste y fascinante. La dama altiva, ahora pálida y demacrada, observando la vida que seguía sin ella.
Hay un detalle que suele pasar desapercibido: Felipe II ordenó que, tras la fuga de Antonio Pérez, se reforzaran las rejas de puertas y ventanas del palacio, como si temiera aún la posibilidad de una huida desesperada. El rey, en su remoto Escorial, seguía pensando en la mujer que miraba desde un balcón de provincia. No basta con encerrar; hay que asegurarse de que el encierro es irreversible.
En esa habitación, acompañada por una hija y unas pocas criadas, Ana envejece prematuramente. La enfermedad, la depresión y la sensación de injusticia la van apagando. Hace testamento, escribe cartas suplicando clemencia, pide al “primo” que fue su protector que la trate como caballero. No obtiene respuesta.
El 2 de febrero de 1592 muere en Pastrana. Tenía cincuenta y un años. Para la corte, ya casi era un fantasma; para el pueblo, una leyenda viva; para el rey, un problema definitivamente resuelto.
¿Amante, conspiradora, víctima… o todo a la vez?
¿Qué fue en realidad Ana de Mendoza? Las etiquetas fáciles sobran.
Fue, sin duda, una mujer de su clase y su tiempo: aristócrata, orgullosa, consciente de su rango, capaz de una dureza considerable con quienes consideraba inferiores o desobedientes. No era una heroína moderna. También fue ambiciosa, interesada en mantener y aumentar su poder, dispuesta a jugar con rumores de paternidades dudosas y a proteger a su aliado Antonio Pérez mientras le fue útil.
Pero también fue algo que la historiografía tradicional ha querido minimizar: una agente política de primer orden. Manejó información, utilizó su posición para favorecer a unos u otros, se enfrentó al propio rey por carta, se atrevió a cuestionar decisiones que afectaban al destino de su casa y de sus aliados. En un mundo donde los hombres se permitían intrigas sin perder el honor, ella pagó muy caro el hecho de jugar el mismo juego con cuerpo de mujer.
En cuanto a sus amores, la niebla es deliberada. Con toda probabilidad hubo relación íntima con Antonio Pérez; en cuanto a Felipe II, los indicios permiten sospechar, pero no afirmar. Tal vez sea ese precisamente el corazón del problema: el hecho de que el rey pudiera haber cruzado la línea con ella y tuviera, por tanto, algo íntimo que esconder. Un rey que presume de prudencia no puede permitirse que alguien conozca su vulnerabilidad. Que esa alguien sea una mujer inteligente, resentida y muy bien informada convierte la relación en una bomba de relojería.
Si Ana conoció relatos de alcoba, confesiones nocturnas, dudas que Felipe jamás habría compartido con sus consejeros, entonces entendemos mejor la ferocidad del castigo. No se encierra solo a la conspiradora, sino a la memoria viviente de aquello que el rey no quiere ver reflejado en ningún papel.
La princesa y la narración oficial: por qué su historia sigue incomodando
Hoy, siglos después, Pastrana vende su figura como atractivo turístico: rutas, recreaciones históricas, novelas gráficas. La princesa de Éboli se ha convertido en personaje de cine, serie y cómic. Pero en muchas versiones se repite el mismo mecanismo que en el siglo XVI: reducirla a estereotipo, ya sea de femme fatale o de víctima romántica.
La Historia secuestrada propone otra cosa: mirarla como síntoma. Ana muestra, como un espejo roto, las contradicciones del poder absoluto de su tiempo. Un rey que se proclama defensor de la fe y practica el cálculo frío del crimen político. Un secretario que conoce demasiado y acaba huyendo al extranjero. Una red de nobles que negocian con potencias enemigas mientras asisten a misa diaria. Y, en medio, una mujer que aprende las reglas del juego y las usa, hasta que la partida se vuelve contra ella.
Por eso su biografía completa nunca se ha contado cómodamente en los manuales. Porque obligaría a admitir que hubo mujeres que no solo bordaban, rezaban y daban herederos, sino que manejaban información secreta, pactaban con ministros, movían fichas internacionales y conocían el lado oscuro de los reyes.
Ana de Mendoza perdió un ojo tal vez por jugar con espadas de niña. Años después, el poder quiso arrancarle también la mirada histórica, reducirla a anécdota tuerta para que no pudiéramos ver a través de ella. Pero su parche, lejos de tapar, resalta el agujero de nuestra memoria: nos recuerda que donde hoy hay una leyenda, ayer hubo una vida concreta, peligrosa y llena de preguntas que el poder preferiría que no hiciéramos.
Preguntas como estas:
¿De qué habló Felipe II en la intimidad con la mujer a la que después encerró hasta la muerte?
¿Qué papeles circularon entre el palacio de Pastrana y los despachos de Antonio Pérez?
¿Quién decidió que una hora de sol al día era castigo suficiente para borrar a una persona?
Mientras esas preguntas sigan abiertas, la princesa de Éboli seguirá asomándose, aunque sea una hora simbólica, al balcón de la Historia. Y nosotros, abajo, podremos decidir si la miramos como chisme pintoresco… o como la clave de un secreto aún incómodo del Imperio español.



