Felipe II suele llegar a nosotros en blanco y negro: rostro severo, barba recortada, gesto inmóvil, rosario en la mano. El “Rey Prudente”, adalid de la Contrarreforma, campeón de la ortodoxia católica, gobernante del imperio donde “no se ponía el sol”. Esa es la postal oficial. Pero debajo del retrato rígido hay otra biografía, mucho menos cómoda: la de un rey obsesionado con el conocimiento prohibido, rodeado de astrólogos, boticarios y libros mal vistos por la Inquisición; un monarca que mandó construir un monasterio-palacio sobre un lugar que la tradición llamaba “boca del infierno”, y que convirtió ese edificio en un talismán de piedra y biblioteca esotérica.

La historia que suele contarse es la de un Felipe II inmóvil, enemigo de la ciencia y del cambio. La historia secuestrada es otra: la de un hombre que, mientras apoyaba públicamente a la Inquisición, reunía en El Escorial manuscritos de astronomía, medicina árabe, filosofía heterodoxa y tratados que hoy llamaríamos herméticos, muchos de ellos sospechosos a ojos de los censores de su tiempo.

Y entre esos dos Felipes —el rey de altar y el rey de laboratorio— está el personaje que nos interesa recuperar.

Felipe II, el rey de dos caras: devoto público, lector secreto

Para entender la tensión interna de Felipe II hay que situarlo en su época. España está en el corazón de la Contrarreforma; los autos de fe son espectáculo público y herramienta política; Lutero, Calvino y otros reformadores se perciben como amenaza existencial. Un rey católico no puede permitirse dudas visibles. Su legitimidad se apoya en la ortodoxia.

Sin embargo, las decisiones culturales de Felipe II no encajan con el cliché del fanático anticientífico. Fundó y alimentó la Real Biblioteca de El Escorial con un criterio que hoy llamaríamos “humanista”: buscó libros de todas las disciplinas y lenguas, incluyendo griego, hebreo y, sobre todo, árabe.

En 1576, un documento registra la entrega de 4546 volúmenes impresos y manuscritos donados a los jerónimos por orden del rey, con una notable presencia de textos en lenguas y materias que la Inquisición vigilaba con lupa. En esa misma época, Felipe manda adquirir colecciones completas de manuscritos griegos y árabes procedentes de botines de guerra, bibliotecas monacales y archivos catedralicios. No se limita a libros de devoción: entra con decisión en campos como la medicina, la astronomía, las matemáticas y la filosofía natural.

¿Por qué arriesgarse a acumular, en un monasterio bajo su patrocinio directo, libros que rozaban el territorio de lo “sospechoso”? Porque Felipe II entendía el poder del saber. Y porque, a su manera, era un coleccionista de mundos: del mundo visible y del invisible.

Los estudios modernos sobre El Escorial subrayan que el rey quiso crear allí no solo un símbolo religioso, sino un verdadero “centro del conocimiento”, donde ciencia, técnica y fe convivieran bajo su control. Esa ambición no encaja bien con la caricatura del rey inmóvil, pero sí con la imagen de un gobernante que vigilaba obsesivamente cada detalle, incluido el de los saberes que podían reducir —o amenazar— su poder.

En la periferia de esa biblioteca “oficial” aparece otra, más silenciosa: lo que algunos autores modernos llaman la Bibliotheca Alquímica Escurialense, es decir, el conjunto de textos alquímicos conservados en la Real Biblioteca, muchos de ellos llegados durante el reinado de Felipe II. Son la huella material de un interés que no se proclama, pero que se documenta.

El Escorial como talismán: del monasterio oficial a la “boca del infierno”

Construido entre 1563 y 1584, el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial se presenta en las guías como un complejo ejemplar del Renacimiento: basílica, palacio real, panteón, biblioteca y monasterio, todo en uno, en la sierra de Guadarrama. La explicación oficial es conocida: un voto a San Lorenzo tras la victoria en San Quintín, un gran monasterio austero para un rey austero.

Pero desde muy pronto circularon otras lecturas. Cronistas, viajeros y, sobre todo, autores esotéricos de los siglos XX y XXI han subrayado que la elección del lugar no fue inocente. Varios estudios recogen la tradición según la cual El Escorial se levanta sobre un punto de “fuerzas telúricas y vórtices energéticos” que ya se consideraba especial antes del cristianismo, al que la leyenda llamó “boca del infierno”: un lugar donde la energía de la tierra, el mundo y el cielo se conectan, en La cara oculta de Felipe II. Alquimia y magia en la España del Imperio, y Juan Ignacio Cuesta Millán, en La boca del infierno. Claves ocultas de El Escorial, han interpretado el monasterio como un dispositivo simbólico destinado a algo más que a rezar: un templo mágico, construido según proporciones numerológicas y referencias bíblicas (el Templo de Salomón, las Doce Tribus, las Siete Artes Liberales) pensado para “ordenar” un lugar peligroso, sellar una abertura o, según otros, domesticarla.

Un detalle significativo es la llamada Torre de la Botica, junto a la biblioteca. Varias crónicas y estudios modernos destacan que esta torre se convirtió en uno de los laboratorios más importantes para los alquimistas del siglo XVI, un espacio donde se experimentaba con sustancias, metales y medicinas, vinculado a la botica real. No hablamos solo de curanderos improvisados, sino de médicos, farmacéuticos y, sí, practicantes de lo que entonces aún no estaba claro si era ciencia o magia.

La combinación es reveladora: un monasterio-palacio que se proclama bastión de la fe católica, asentado sobre un lugar considerado peligroso a nivel simbólico, con una biblioteca repleta de manuscritos raros y una torre-laboratorio en el punto más elevado que ve el sol antes de ocultarse tras la montaña.Una fortaleza espiritual… y un talismán de piedra.

La biblioteca escurialense: astronomía, manuscritos árabes y textos sospechosos

Si queremos medir el verdadero alcance de las inquietudes de Felipe II, no basta con mirar la basílica: hay que entrar en la biblioteca. En el gran salón principal, la bóveda pintada representa las siete artes liberales: Gramática, Retórica, Dialéctica, Aritmética, Música, Geometría y Astrología. Sí, astrología, no “astronomía” en el sentido moderno.Wikipedia

Que se represente la astrología en un espacio patrocinado por un rey tan “católico” no es un detalle decorativo cualquiera: señala que, para Felipe, el estudio de los cielos, sus ciclos y sus influencias formaba parte de la cultura legítima. No estaba relegado a buhardillas de brujas, sino en la bóveda de la gran sala del conocimiento.

Los fondos hablan aún más claro. La Real Biblioteca del Escorial llegó a contener una de las colecciones de manuscritos griegos más importantes de Europa, numerosas obras hebreas y, sobre todo, una imponente colección de manuscritos árabes, muchos de ellos médicos, científicos y filosóficos. Parte de esos volúmenes llegaron tras ser incautados en guerras como Lepanto; otros, por compras organizadas por agentes del rey en toda Europa y Oriente.

Además, investigaciones recientes sobre el legado astronómico de Felipe II recuerdan que el monasterio funcionó como un auténtico centro donde se recopilaban y estudiaban obras de astronomía y matemáticas, algunas de ellas mal vistas por la Inquisición. Es decir: mientras el Santo Oficio censuraba y prohibía ciertos libros, el rey los mandaba traer al corazón de su monasterio. No para quemarlos, sino para guardarlos.

En este contexto encaja la llamada Bibliotheca Alquímica Escurialense, proyecto moderno que identifica y edita las “joyas alquímicas” conservadas en la biblioteca, muchas de ellas llegadas durante el reinado de Felipe II. No tenemos pruebas de que el rey se encerrara personalmente a destilar metales, pero sí de que bajo su amparo se conservaron textos que la ortodoxia miraba con recelo: recipientes ideales para una curiosidad que no convenía exhibir.

Aquí aparece uno de los puntos delicados: ¿hasta qué punto Felipe II era creyente en estas materias, y hasta qué punto era un coleccionista pragmático, que reunía todo lo que podía ser útil al Estado, desde mapas náuticos hasta tratados mágicos atribuidos a Salomón? Autores esotéricos subrayan el lado místico; la historiografía académica, el lado humanista y político. La realidad, como siempre, probablemente esté en la intersección.

Entre la Inquisición y el laboratorio: el rey que perseguía y protegía

Felipe II pasó a la historia como un monarca inseparable de la Inquisición. No la creó, pero la utilizó sin escrúpulos como herramienta de control ideológico y político. Sin embargo, cuando miramos de cerca su relación con los saberes “peligrosos”, aparece un juego de doble fondo.

Sabemos que algunos manuscritos árabes incautados por la Inquisición fueron desviados, por orden real, a la biblioteca de El Escorial, especialmente aquellos de contenido médico. Es decir: lo que en principio estaba destinado a ser destruido o arrinconado acababa en los estantes del monasterio. No por compasión, sino porque el rey quería ese conocimiento bajo su custodia.

Aquí se inscribe una tradición oral, muy difícil de documentar, pero persistente: la idea de que, en ciertos casos, Felipe II avisaba discretamente a personas que iban a ser perseguidas, especialmente cuando se trataba de médicos, astrólogos o estudiosos con conocimientos que le interesaban. Se habla de cartas sin firma, criados que transmitían advertencias, huidas de última hora. No hay prueba documental directa y sólida de que el rey fuera el autor de esos avisos, pero sí indicios de que, en más de una ocasión, protegió a ciertos sabios mientras permitía que otros, menos útiles, cayeran en desgracia.

Lo que sí está documentado es su uso selectivo de la represión. Felipe II no era un fanático irracional, sino un pragmático. Permitió la circulación de saberes peligrosos siempre que estuvieran bajo llave y al servicio de la monarquía; castigó con dureza a quienes los usaron al margen de su control. Desde esta perspectiva, la Inquisición fue también un filtro: eliminaba lo que escapaba del marco, mientras la corona se quedaba con el botín de ideas y textos.

En ese juego, el rey devoto que preside autos de fe y el rey curioso que llena la biblioteca de manuscritos sospechosos no son dos personas distintas, sino el mismo hombre. Por eso su figura incomoda: descoloca tanto al historiador conservador como al conspiranoico puro.

Enfermedad, muerte y teatro sagrado en El Escorial

La manera en que Felipe II afrontó su propia muerte es coherente con ese doble registro: oficial y subterráneo. Las crónicas médicas de la época y los estudios modernos describen con detalle su larga agonía: gota crónica, fiebre, hidropesía, úlceras en manos y pies, tumores malignos… un cuerpo literalmente devorado por el dolor.1 En ese estado, el rey decide ser trasladado a El Escorial, su gran obra, para morir allí.

El relato de sus últimos días muestra a un Felipe II extremadamente consciente del simbolismo de cada gesto. Manda colocar su ataúd junto a la cama para “ensayar” su tránsito; organiza la disposición de reliquias, crucifijos y cuadros que lo rodearán; se asegura de recibir todos los sacramentos con una teatralidad que no es sólo devoción, sino mensaje político: el rey muere como buen católico, en la casa que él mismo levantó como bastión de la fe.

A ese cuadro documentado se superponen las leyendas. Una de las más llamativas habla de un perro negro que habría perturbado al rey años antes. Según la historia, el animal se coló en el monasterio y comenzó a ladrar de forma insistente, inquietando al monarca, que acabó ordenando ahorcarlo en una de las torres. La leyenda cuenta que, en sus últimos días, Felipe, ya agonizante en El Escorial, seguía oyendo los ladridos de aquel perro muerto, como si viniera a cobrar una deuda pendiente.

Históricamente es difícil separar qué parte de esta narración pertenece a los hechos y cuál al folklore posterior. Pero, como toda leyenda persistente, funciona como símbolo: el rey que quiso controlar todas las fuerzas —políticas, espirituales, telúricas— muere acosado por algo que no puede controlar y que él mismo mandó matar. Un eco más del tema central de su vida: la tensión entre dominio y miedo.

Lo que sabemos con certeza es que Felipe II murió rodeado de objetos sagrados, reliquias escogidas, imágenes cargadas de significado, en el edificio que había diseñado a su medida. Si había talismanes, amuletos o piezas “irregulares” mezcladas con las reliquias oficiales, ya no lo sabremos con seguridad: los inventarios fueron corregidos, filtrados, reescritos. Lo que no se pudo borrar fue la escenografía general: un rey que convierte su muerte en liturgia y en acto de poder, incluso al borde del colapso físico.

¿Era Felipe II un alquimista… o algo más complicado?

La pregunta que suele surgir es directa: ¿Felipe II fue realmente un alquimista, en el sentido literal de la palabra? Si por alquimista entendemos a alguien que pasa noches frente a un horno intentando transmutar metales, no tenemos pruebas concluyentes de que lo hiciera. No hay registros fiables de que se manchara las manos en un laboratorio; sí de que sus boticarios, médicos y hombres de confianza trabajaran en la Torre de la Botica con procedimientos que hoy llamaríamos protoquímicos y farmacéuticos.

Si ampliamos la definición, la cosa cambia. Felipe II actuó como un alquimista de Estado: transmutó plata americana en ejército, información en control político, libros prohibidos en capital simbólico; intentó convertir un lugar maldito —la supuesta “boca del infierno”— en un centro de orden cósmico, con un edificio que reflejaba el cosmos en su planta y su iconografía.

Los autores esotéricos posteriores han exagerado, a veces, su papel como mago secreto, pero lo han hecho porque encontraron materia prima: una biblioteca con manuscritos herméticos, un laboratorio real, una arquitectura cargada de cifras, un rey que combina Inquisición con astronomía. La historiografía académica, por su parte, ha tendido a reducir todo esto a simple “humanismo” o a superstición privada, ignorando la dimensión simbólica de sus decisiones arquitectónicas y bibliográficas.

La historia secuestrada está en medio: Felipe II no fue un Harry Potter con corona, pero tampoco el burócrata gris que nos venden. Fue un hombre de su tiempo, formado en un mundo donde las fronteras entre teología, magia, ciencia y política estaban aún en ebullición. Y eligió no romper esas fronteras, sino administrarlas.

En vez de prohibir sin más, recogió; en vez de quemar, desvió a su biblioteca; en vez de dejar que otros jugaran con fuerzas que no controlaba, intentó concentrarlas bajo su techo. Ese impulso —el de reunir, contener, ordenar lo peligroso— es profundamente alquímico.

Lo que nos ocultan cuando nos lo simplifican

Cuando los manuales reducen a Felipe II a caricatura —el tirano inmóvil, el represor sin matices— no sólo se hace injusticia a la complejidad del personaje: se borra una parte clave de la historia de Europa. En pleno siglo XVI, en la corte más vigilada por la ortodoxia católica, se estaba construyendo un laboratorio de saberes mixtos, una biblioteca donde convivían padres de la Iglesia, astrónomos árabes, filósofos griegos, médicos judíos y autores hoy etiquetados como herméticos.

Esa tensión entre represión y curiosidad, censura y absorción, es fundamental para entender cómo se gestó la modernidad. Y, sin embargo, en la narrativa escolar, todo se despacha como “oscurantismo”. ¿Por qué? Porque reconocer que el poder jugó con dos barajas —la pública y la oculta— incomoda todavía. Obliga a preguntarse cuánto de esa lógica permanece.

Felipe II no fue un héroe de la libertad, ni mucho menos. Utilizó la Inquisición, aplastó revueltas, sostuvo guerras devastadoras. Pero también encarnó una forma muy particular de relación con lo oculto: no desde la marginalidad, sino desde la cúpula del Estado. Donde otros veían superstición peligrosa, él veía un recurso que debía ser controlado, centralizado, domesticado.

Tal vez por eso su gran obra, El Escorial, sigue produciendo escalofríos: porque es, a la vez, monasterio y fortaleza mágica, archivo del saber oficial y depósito del saber prohibido; un lugar donde se pintan ángeles en las bóvedas mientras, en otra sala, se ordenan manuscritos de astronomía que habían sido perseguidos; un edificio que, según algunas voces, se levanta sobre una boca del infierno no para destruirla, sino para administrarla.

Y en el centro de todo, un rey enfermo, rodeado de reliquias y dolores, que decide morir en ese mismo lugar, como si quisiese sellar con su propio cuerpo la obra que había levantado.

La historia de Felipe II como alquimista secreto, guardián de una biblioteca hermética y constructor de un templo-talisman no es un cuento de fantasmas para turistas. Es la parte incómoda de nuestra memoria: esa que nos recuerda que, a menudo, el poder no teme a la magia; la utiliza. Y que lo verdaderamente peligroso no es el ocultismo de los marginales, sino el esoterismo de los reyes.

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